viernes, 24 de abril de 2015

Tu envidia es mi Progreso

Hace unos días, mientras caminaba por el malecón de Miraflores, me encontré con una amiga muy querida. Me preguntó cómo estaba y le dije sonriente que muy bien, que me sentía feliz en diferentes aspectos de mi vida. Y en eso estaba cuando de pronto, me interrumpió y me dijo esto en un arrebato de honestidad: «Pamela, estás en Lima. No se te ocurra decir que estás bien, a las personas aquí no les gusta oír eso. Mejor di que estás mal, muy mal, pésima, y verás como la gente te corresponderá de una forma más simpática». En ese momento, después de tantos años de no tener casi contacto con mi ciudad, aquellas palabras me sentaron mal, pues recordé algunas cosas que no quería, como eso de que la envidia es algo tan común y contagioso en Lima como el virus de la gripe. Por suerte, nunca me sentí muy limeña en ese aspecto. La felicidad, la belleza y el éxito ajeno siempre fueron motivos para alegrarme. De hecho, nunca entendí el concepto de «envidia sana». ¿Realmente algo tan destructivo como la envidia puede ser algo sano, positivo?
No exagero al pensar que estoy en la profesión más ruda cuando de enfrentar la envidia se trata. Ser artista en el Perú es duro; quien trabaja en la industria musical sabe que la envidia se ha encargado de desintegrar la escena como una roca gigante que fue erosionada por el viento hasta hacerse polvo. En Lima, cuando escucho hablar de otro artista, casi siempre está presente la connotación negativa, la especulación corrosiva y la degradación gratuita. Por algún motivo nadie le da crédito a nadie. Cuántas veces he oído las excusas más extravagantes para explicar el por qué le fue bien a alguien: que si se tiró a no sé quien, que si atropelló en el camino a no sé cuantos, que si compró su premio. ¿Por qué será que queremos disminuir a los demás cuando sabemos que les va bien? ¿Te has preguntado de que manera positiva puedes asimilar el éxito ajeno sin que te fastidie? Una forma amorosa e inteligente de hacerlo me la enseñaron mis amigos mexicanos.
Hace ya casi un año, me desperté una mañana por el sonido de mi teléfono, que anunciaba una extraña hiperactividad en el Twitter. Cuando me acerqué a mirar lo que pasaba, noté que Carla Morrison, una de mis cantantes mexicanas favoritas, había compartido varios videos míos en sus redes, invitando a sus cientos de miles de fans a que oyeran mi música. Hace un par de semanas, cuando fui invitada a abrir los conciertos de Julieta Venegas en Arequipa y Lima, me di con la bellísima sorpresa de que Julieta me invitó personalmente, y de la forma más dulce y acogedora, a cantar una canción con ella. Por último, ayer en la mañana recibí por whatsapp un mensaje de mi amigo Juan Manuel Torreblanca, uno de los mejores cantautores latinoamericanos en la actualidad, que decía: «Pame, sé que vienes a un festival en México sola. No quiero que toques así. Quiero ayudarte y tocar para ti. También quisieran apoyarte algunos miembros de mi banda».
Debo confesar que estos gestos me conmovieron hasta las lágrimas. Como peruana rara vez –por no decir nunca–he sido testigo de algún gesto así. Porque así como la envidia en nuestro país es, a veces, una entristecedora epidemia, pienso que en México, la colaboración, la camaradería y el alegrarse del éxito ajeno han sido las razones por las que ese país se ha convertido en la escena musical más grande e importante de Hispanoamérica. La integración: sospecho que ese el secreto. Comparto esta experiencia porque siento que fui contagiada de la buena energía de mis amigos mexicanos.
Tras recibirla, solo siento muchas ganas de tener gestos generosos con la gente talentosa que me rodea. La buena energía contagia, como también la mala. Por eso seguiré caminando por el malecón de Miraflores, con esa buena onda que me dejaron. Pero no se extrañen si les digo que me va fatal.

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